Besé el aire
Jake Fagan
Jake Fagan
La fecha, la recuerdo porque quiero y no quiero a la vez: el nueve de abril. Decían que la primavera sólo había estado con nosotros durante menos de veinte días, pero yo sentía un invierno escalofriante por dentro. El calendario mostraba el cuarto mes del año. Yo, en cambio, percibía el duodécimo. No quería nada más que sentir un principio nuevo. Pero me daba cuenta de que incluso el primer mes del año, ese nuevo principio muy buscado, se encuentra en la época más fría del año y que tendría que vencer algo increíble para seguir viviendo.
El dos de febrero, yo estoy muy lleno de pastel y de nervios. Mi hermano, unos amigos íntimos, mi madre y yo hemos acabado de celebrar su cumpleaños. La silla negra que se encuentra en el rincón, detrás de la cortina, está vacía otra vez. Ha estado así hace casi dieciocho meses. Da igual. Yo sé que dentro de poco va a regresar quien hace casi un año y medio la ocupaba. Va a venir sin importar que sepa o no mi madre. No ha sido nada fácil convencerlo que regrese. He tenido que exagerar un poco la verdad para convencerme a mí mismo que todo saldrá bien. Pero ya viene dentro de dos meses más o menos. Sé que ella lo quiere. Sé que yo lo quiero. Sé que él nos quiere. Al menos, lo creo. Va a ser un regalo de cumpleaños que ella tampoco va a olvidar.
Hablamos por teléfono el mes siguiente. Me deseó un feliz cumpleaños. “Estas a sólo una hora en avión”, le dije. “He estado buscando vuelos en línea y encontré uno bastante barato. Me encantaría que vinieras a visitarme en mi cumpleaños. Estoy aquí, y ella también”. Nunca me refería a mi madre como mamá ni nada parecido cuando hablaba con él, por no querer despertar unas emociones inestables. No sé por qué le dejé saber que ella también estaba. Podía haber arruinado la oportunidad fugaz de que viniera. Sin embargo, imaginé que él me quería ver de verdad y si la incluía a ella en la conversación, de alguna manera serviría para convencerme de que él la quería ver a ella también. Pero sabía que en realidad no era así. Me había convencido de que una reunión entre mi madre y mi padre habría sido el regalo más precioso del mundo y que valía todos los riesgos. Sería algo que mi madre y yo podríamos compartir juntos. Madre e hijo. Es cierto, este plan que he fabricado será algo inolvidable. Como sería después del descanso de primavera y antes del descanso de verano, los precios iban a ser más baratos. Por eso le dije que sería mejor que viniera a principios de abril. Su horario de trabajo era flexible porque no trabajaba mucho. Y pagué la mitad del boleto con dinero que había robado a lo largo de unos meses en preparación para algo grande. Planeé que cuando viniera, practicaríamos paracaidismo. Me dijo que iría en el avión pero no saltaría conmigo. “Quiero tu compañía”, le dije “nada más”. Nos encantan las montañas rusas, por eso pensé ir en una. Cuando yo era chico, él y yo lo hacíamos juntos siempre que teníamos la oportunidad. A lo mejor, sería nostálgico. Y luego iríamos a comer en nuestro restaurante favorito. “Tu pides esa ‘agua dorada’, y yo conduzco”. Los dos reímos un poco y después de un silencio ensordecedor, le dije que lo vería luego. Luego. Ahora, me doy cuenta de que otra vez exageré la verdad.
Aquél día en abril, más o menos un mes después de esa conversación con mi padre, le dije a mi madre que un amigo y yo íbamos a salir y que no regresaría hasta después de cenar. No había ningún problema en eso. Es algo que siempre hacía. Por no querer provocar sospechas, le mentí algo razonable. O sea, no mentí, exageré la verdad.
Y allí me encontré hablando con mi padre. No lo veía, pero sabía que estaba en alguna parte allá arriba. El vuelo habría sido turbulento, habría sido una montaña rusa. “Vaya, justo como dijiste, no saltaste del avión”, pensé para mis adentros. El hielo de mi invierno interno se derretía. Sentí una brisa cálida. Me calentó por dentro. “Te amo también,” susurré. Besé el aire. “Hasta luego”. Luego puede ser cuestión de décadas, meses o segundos. ¿Qué escogeré?
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